Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

UN PESTAÑEO, UNOS CENTÍMETROS, UN MUNDO

Gran Premio de España de Fórmula 1 del 1986 en Jerez.

El 1986 fue muy especial para los aficionados españoles a la Fórmula 1. En abril, tras cinco años de ausencia, se iba a volver a disputar un Gran Premio de España. Su escenario era un nuevo circuito, surgido poco menos que de la nada en Jerez por la obstinación de su alcalde, Pedro Pacheco, decidido a sacar adelante un proyecto en el que pocos creían. A trancas y barrancas, la pista acabaría siendo realidad, aunque los costes terminaran disparándose. Y la muy escasa afición a la Fórmula 1 en España por aquel entonces, con tribunas más bien desiertas en cada edición del Gran Premio, no ayudaría a que las cuentas cuadraran como estaba previsto.

Entre los pocos espectadores que asistieron a aquella primera carrera en Jerez no podíamos faltar tres del grupo que había estado en la última del Jarama. Un jueves de mediados de abril, Javier Aller y Adolfo Posada me recogían con el flamante CX Palas del piloto de montaña asturiano para emprender el largo trayecto Gijón-Jerez por la vieja Nacional 630 de la Ruta de la Plata. Al día siguiente, bien temprano, ya nos dirigíamos al nuevo circuito, un trazado que nos parecía algo así como una versión moderna del venerable Jarama, aunque sin sus cambios de elevación tan característicos. Una pista corta y virada que permitía al público una cercanía similar desde sus tribunas, y más campo de visión gracias precisamente a ser tan plana.

Aunque todavía estaba empezando la primavera, el fin de semana era de lo más veraniego y las tres jornadas de competición se iban a celebrar sobre pista seca. Eran unas condiciones diametralmente opuestas a las de Estoril unos meses antes. Pero la pole position era para el mismo piloto de casco amarillo que pilotaba un Lotus negro y oro. Ayrton Senna había sido el más rápido de todos en los entrenos del Gran Premio inaugural de la temporada, en Brasil, y repetía en España. Era ya la novena pole de su aún corta carrera deportiva. Y la segunda de las ocho que lograría aquel año el piloto paulista. Su leyenda de piloto imbatible en la vuelta donde se busca la velocidad suprema se empezaba a escribir con aquel Lotus-Renault de explosivo carácter pero escasa fiabilidad y elevado consumo. Un coche que Senna era capaz de situar los sábados por delante de los que serían grandes dominadores de la temporada, los Williams-Honda de Mansell y Piquet, y del gran outsider y a la postre campeón, Alain Prost con el todavía veloz McLaren-Porsche. Distinto asunto era batirles los domingos, hazaña que el brasileño sólo lograría en dos ocasiones. Porque una cosa era hacer un milagro de una vuelta de duración y otra extenderlo durante infinidad de giros y casi dos horas; y eso si aguantaba la mecánica gala. O, en el caso de que no acabara cediendo, si quedaba gasolina en el depósito.

Una de las dos únicas ocasiones en que se daban todas esas circunstancias iba a ser precisamente ese domingo, 13 de abril de 1986, en Jerez. Un día caluroso, con ese inimitable azul que tiene el cielo del sur cuando el sol brilla en todo lo alto y no hay una sola nube a la vista para dar un mínimo respiro en forma de refrescante sombra. Nuestra posición en la tribuna de la curva Peluqui, una derecha a escuadra, precedida de otra similar y seguida por la larga y rápida derecha que llevaba al cerrado ángulo de izquierdas con el que se completaba la vuelta, nos permitía ver también, a lo lejos, el final de la recta de salida y el primer viraje del trazado. Una ubicación ideal para seguir la carrera porque, además, estábamos muy próximos a la pista, lo que siempre acrecienta las sensaciones.

De ese modo, el sonido de la atronadora arrancada de los veinticinco motores turbo nos llegaba con más nitidez, y un par de segundos después ya podíamos adivinar en la distancia cómo el negro Lotus de Senna precedía a los dos blancos Williams y los dos rojiblancos McLaren, siendo imposible saber desde tan lejos el orden en cuanto a pilotos en ambos casos. Apenas un minuto más tarde ya aparecían ante nosotros, lanzados en el ligero y rápido descenso que les hacía desembocar en esa especie de pequeño estadio que era la zona donde nos encontrábamos, con tres tribunas rodeando los dos virajes a 90 grados. Tras Senna venía Piquet por delante de Mansell en los Williams. Y Rosberg precedía a Prost entre los McLaren. El finlandés era el único que había ganado una posición respecto a su lugar en la parrilla de salida. Y pronto serían dos porque en el siguiente paso ya veíamos al McLaren número 2 por delante también del Williams número 5. Mientras Senna estiraba el grupo delantero, Mansell cedía algo de terreno y unos pocos giros más tarde era rebasado también por Prost.

De todas formas, las distancias permanecían muy constantes entre un quinteto de cabeza que iba abriendo hueco sobre el resto, encabezado por el dúo azul formado por los Ligier-Renault de Arnoux y Laffite. La dificultad para adelantar en Jerez era también similar a la del Jarama, aunque la mayor anchura de la pista, y su mayor velocidad en varios puntos, ofrecían alguna opción más. Y, en todo caso, no daba ni mucho menos la sensación de que Senna estuviese rodando más lento que sus perseguidores pero tapando todos los huecos, como Villeneuve cinco años antes en Madrid. El brasileño lideraba a buen ritmo, y sus cuatro perseguidores le seguían lo más cerca que podían. Eso sí, los cinco con un ojo en el consumo, vital aquel año en que, por reglamento, se había reducido la cantidad de combustible que se podía usar en cada carrera, y otro en los neumáticos, que iban a sufrir sobre un asfalto muy abrasivo y en un día de calor cada vez más asfixiante.

Las vueltas parecían entonces no pasar, como si el aumento de temperatura dilatase el tiempo además de derretir las gomas. Una tras otra Senna abría la marcha y los únicos cambios que se producían en su cuarteto perseguidor se debían a Mansell. El británico se cansaba de conservar sus ruedas y empezaba a atacar. En la vuelta diecinueve le arrebataba la cuarta posición a Prost. Diez más tarde daba cuenta del otro McLaren, pilotado por Rosberg, para situarse tercero. Y en la treinta y tres rebasaba a su compañero en Williams, Piquet, para convertirse en el más inmediato seguidor de Senna.

Se llegaba así a mitad de una carrera que estaba siendo especialmente dura debido a las altas temperaturas. Una dureza que castigaba a los pilotos y achicharraba las mecánicas. En el ecuador de la prueba ya se habían producido una docena de abandonos. Y en las tribunas sudábamos la gota gorda salvándonos sólo de la insolación gracias a la gorra Marlboro-McLaren que habíamos comprado en nuestra primera visita a Estoril. Pero aunque en nuestra cabeza estuviesen los colores de Prost, nuestro corazón llevaba los de Senna. Así que veíamos con preocupación la imparable progresión de Mansell. El Williams del británico pronto rodaba absolutamente pegado al Lotus del brasileño. Y en la vuelta cuarenta ya aparecía ante nuestros ojos en primera posición. No era, además, el único cambio en ese giro, que resultaba de auténtica cara y cruz para el equipo de Frank Williams. Mientras Mansell pasaba a liderar la carrera, Piquet tenía que abandonar con su motor Honda fundido.

El Williams número 5 empezaba a distanciarse en cabeza. Pero poco después de superar los cinco segundos su margen empezaba a decrecer. La remontada del británico estaba pasando factura a sus neumáticos. Su ritmo comenzaba a bajar, como bien me iba indicando Javier, siempre atento al cronómetro mientras yo rellenaba la cuadrícula del cuentavueltas, donde sólo había ya tres números en la vuelta del líder, el 5, el 12 y el 1. Incluso el 2, Rosberg, ya circulaba con vuelta perdida. Y sólo había que anotar cinco más en cada giro. La lista de abandonos seguía creciendo. Sólo quedaban ocho monoplazas en pista.

Enseguida, el Williams de Mansell tenía de nuevo al Lotus de Senna y el McLaren de Prost pegados a su estela. Y en cada giro eran más evidentes sus problemas para mantenerse por delante. A diez vueltas del final la emoción no podía ser mayor, o eso pensábamos. Los tres primeros rodaban absolutamente pegados. En un par de ocasiones Senna se había echado especialmente encima de Mansell en la fuerte frenada de la curva que el trazado jerezano dedicaría a Ángel Nieto. «¡Le va a pasar ahí!», gritaba yo tras uno de esos momentos, más como deseo que como predicción, porque superar en ese punto era más que complicado. Pero era justo ahí donde, un giro después, lo hacía el brasileño. Senna retardaba hasta más allá de lo razonable el punto de frenada y el Lotus negro y oro se colaba como una flecha por el interior del Williams de Mansell. El británico, sorprendido por la maniobra, salía muy abierto y dejaba un hueco que también aprovechaba Prost para adelantarle. Mientras todo eso ocurría, los pocos espectadores de aquellas tribunas nos levantábamos de los asientos azules como impulsados por un invisible resorte. Acabábamos de disfrutar de uno de los bienes más escasos, y por tanto más preciados, de la Fórmula 1: ¡un adelantamiento por la primera posición!

Sin embargo, la carrera no estaba aún decidida aunque lo pudiera parecer. Relegado de golpe al tercer puesto, y con el cuarto muy lejos, Mansell ya no tenía nada que perder. Entraba en boxes, montaba neumáticos frescos y volvía a la pista con la garra que le haría famoso y llevaría a los fans de Ferrari a conocerle como il leone («el león»). Quedaban nueve vueltas y el margen que le separaba del dúo Senna-Prost era de casi veinte segundos. Necesitaba poco menos que un imposible, recuperarles más de dos segundos por vuelta para alcanzarles y, después, ser capaz de rebasarles en una pista que ofrecía pocas oportunidades para adelantar. Pero sus neumáticos estaban nuevos y los de los dos primeros casi en las lonas.

A cuatro giros del final el Williams ya circulaba ante nuestros ojos por delante del McLaren, que se había descolgado del Lotus unos minutos antes. «¡Siete segundos!», me gritaba Javier cuando miraba la pantalla de su cronómetro nada más apretar el botón de stop al paso de Mansell por el punto de referencia que tenía tomado a la salida de nuestra curva. «¡¡Seis!!», era su escueto mensaje una vuelta más tarde. Sólo faltaban tres vueltas, tenía que ser suficiente margen para Senna, por mucho que sus gomas traseras estuviesen tan en las últimas como para ser visible su acusado desgaste incluso desde las tribunas. Al siguiente paso de ambos ya no hacía falta esperar al veredicto del cronómetro para apreciar, a simple vista, que la diferencia se había derretido tan deprisa como el hielo de los granizados de Coca-Cola que nos bebíamos para tratar de combatir el calor. ¿Estaba conservando Senna la poca goma que le quedaba para aguantar el sprint final de Mansell en el último giro? ¿O simplemente ya no podía resistir más y el británico le iba a adelantar en la vuelta que los llevaba a la bandera a cuadros?

El modo en que Senna aparecía poco más de un minuto después ante nuestros ojos respondía con un rotundo sí a la primera pregunta. Con la poca goma que le quedaba a sus torturados Goodyear, el Lotus negro y oro llegaba apurando al límite todo el asfalto, perseguido con saña por el Williams blanco. En las dos frenadas de nuestra zona de visión, Senna ganaba incluso unos centímetros de margen antes de que Mansell, acelerando a fondo a la salida de la segunda, devorara la escasa diferencia en la rapidísima derecha que precedía a la última curva. El inglés alcanzaba al brasileño justo a la entrada del último viraje, se pegaba a su rebufo a la salida y buscaba el interior de la recta para tratar de superarlo en el corto techo camino de la meta. Unos metros que ya quedaban fuera de nuestra visión y que los dos monoplazas recorrían prácticamente en paralelo, casi como si de una competición de dragsters se tratara.

Para quienes estuvieran en la tribuna principal, o delante de la pantalla de la televisión, el suspense duraba un par de segundos hasta que veían cómo el Lotus cruzaba la línea de llegada con una mínima ventaja sobre el Williams. Para nosotros se alargaba unos instantes más. Unos segundos que parecían horas. Primero, sólo escuchábamos el aullido de los motores Renault y Honda de los dos monoplazas, exprimidos al máximo por sus dos pilotos. Después, los veíamos aparecer en la lejanía, al final de la recta, el Williams de Mansell por delante del Lotus de Senna… ¿Le había pasado al final?… ¡¡¡Noooo!!! La duda apenas llegaba a instalarse en nuestros pensamientos cuando nos parecía ver cómo el piloto del casco amarillo levantaba el brazo y por los altavoces creíamos escuchar, mezclado con todo el barullo del público y el ruido del resto de monoplazas completando la carrera, que el nombre de Senna precedía al de Mansell en la casi inaudible voz del comentarista del circuito. Poco después la visión cercana del Lotus con el brasileño celebrando casi tan exultante como unos meses antes en Estoril confirmaba el resultado… ¡Había ganado! El Lotus negro y oro había alcanzado la meta una centésima de segundo antes que el Williams blanco. Un pestañeo en tiempo real…, unos centímetros a la velocidad de ambos monoplazas…, un mundo…, el que separa en una carrera terminar primero o segundo.

Texto extraido del relato 'Lluvia, sol y el piloto del casco amarillo' incluido en el libro 'Más allá de la línea roja - Historias de Automovilismo'


¡COMPARTE!