LA ÚLTIMA GRAN BATALLA ANTES DE LA GUERRA

El duelo entre Mercedes y Auto Union en la subida de Grossglockner del 1939.

Ninguno lo sabía, aunque alguno ya se lo imaginaba. Para estos últimos, las negras nubes que se cernían sobre las cumbres resultaban, tal vez, todo un presagio. Porque en apenas un mes la humanidad iba a empezar a caer por abismos aún más profundos que los que se divisaban desde la alta cima de los Alpes en la que se encontraban. Vientos de guerra se cernían sobre Europa, pero aquel día de verano del 1939 hasta los que eran muy conscientes de lo que se avecinaba se olvidaban de ello. Cuatro pilotos y los ingenieros y mecánicos de sus dos equipos estaban concentrados en otro tipo de batalla, de índole estrictamente deportivo por mucho que la política tuviera también su influencia en el largo duelo que enfrentaba, desde hacía ya cinco años, a los dos grandes nombres de la pujante industria automovilística alemana: Mercedes y Auto Union.

Desde 1934, con fuerte apoyo del gobierno dirigido por Hitler, que veía en los éxitos deportivos el modo ideal para demostrar la superioridad germana que preconizaba su radical ideología, la marca de la estrella y la de los cuatro aros se habían repartido los triunfos en las competiciones del motor más importantes del mundo, dejando apenas las migajas para los fabricantes italianos, franceses y británicos. Cada vez con más asiduidad, los rojos Alfa Romeo, los azules Bugatti y los ERA de varios colores fueron siendo derrotados en los Grandes Premios más prestigiosos por unos vehículos de perfiladas carrocerías de aluminio que acabarían convirtiéndose en leyenda con el sobrenombre de ‘Silberpfeil’ (flechas plateadas).


Pronto la lucha de los coches alemanes contra los del resto del mundo se convirtió en una pelea fratricida entre las dos formaciones germanas, tal era su superioridad respecto a todas las demás. Una superioridad conseguida por caminos técnicos muy diferentes que, sin embargo, deparaba resultados similares y casi siempre exitosos. Los Mercedes, aunque indudablemente sofisticados, con elegantes carrocerías de formas aerodinámicas y muy elaborados motores sobrealimentados, de ocho cilindros en línea o doce en uve, no dejaban de ser, en cierto modo, convencionales en su arquitectura, con el propulsor situado en la parte delantera, como era norma en todos los vehículos de ‘Grand Prix’ de la época. Los Auto Unión, en cambio, resultaban absolutamente revolucionarios en ese sentido, con el cockpit mucho más adelantado para situar tras el piloto el depósito de combustible, que iba lo más centrado posible entre los dos ejes y precedía al enorme motor V16 con compresor en la parte trasera de unos monoplazas de aspecto muy diferente al resto, con corto y achatado morro pero larga y esbelta cola. Se trataba de un genial diseño, concebido por su ingeniero jefe, Ferdinand Porsche, que se adelantaba en más de dos décadas a la revolución que producirían los propulsores traseros en la futura Fórmula 1 de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta.


Del intrincado Nurburgring al vertiginoso AVUS, del rapidísimo Pescara al técnico Donington, del boscoso Bremgarten al desértico Trípoli… no había lugar en el que, antes o después, no venciera una flecha plateada. Unos triunfos que se extendían más allá de las pistas en las que se celebraban los ‘Grand Prix’. La lucha por la supremacía entre ambas marcas pronto las llevó a enfrentarse en terrenos radicalmente diferentes. De un lado las autopistas, en las que Mercedes y Auto Unión se disputaron los records mundiales de velocidad en feroces mano a mano sobre tramos cerrados al tráfico de las ‘autobahn’ que recorrían la nueva Alemania. Del otro las carreteras de montaña, donde tenían lugar competiciones contra el crono que poco tenían que envidiar, en popularidad y prestigio, a los 'Grandes Premios' de los circuitos.

Precisamente sería una prueba de montaña el escenario para el que acabaría siendo último enfrentamiento entre los vehículos de competición más potentes de los dos poderosos fabricantes. En el verano del 1939 se cumplían cuatro años de la inauguración, el 3 de agosto del 1935, de uno de los pasos de montaña más espectaculares de Europa, el de Grossglockner. Se trataba de una carretera, de casi 50 kilómetros de longitud, que atravesaba el eje central de los Alpes austriacos a más de dos mil metros de altura en sus puntos más elevados, conectando las regiones de Salzburgo, al norte de las montañas, y Carinthia, al sur, lo que lo convertía también en el primer camino de unión por carretera entre Alemania e Italia. Para celebrar la finalización de la nueva obra, al día siguiente de su apertura oficial se organizó una competición deportiva para motos y coches. La prueba, denominada Gran Premio de Austria, se disputó sobre un trazado de cerca de 20 kilómetros y atrajo una notable participación internacional, con presencia de equipos italianos, franceses y británicos además de austriacos y alemanes… y hasta uno español (aunque, en realidad su propietario fuera un argentino afincado en nuestro país, el Marqués de Pateras-Pescara, y su piloto fuese el chileno Juan Ernesto Zanelli).


En el apartado de coches fueron un total de 40 los inscritos, repartidos en dos categorías (‘sportwagen’, para coches deportivos, y ‘rennwagen’ para modelos estrictamente de competición). Tanto en una como en otra, la victoria fue para los representantes de una nueva escudería fundada en Bolonia, cinco años antes, por un joven y ambicioso emprendedor italiano llamado Enzo Ferrari. Sus Alfa Romeo, de color rojo oscuro tirando a granate, con un escudo en el que destacaba un caballo negro, encabritado sobre fondo amarillo (el tono distintivo de la ciudad de nacimiento de su fundador, Modena), fueron los más rápidos sobre el muy exigente recorrido, en el que se alternaban las cerradas horquillas de piso adoquinado con las empinadas rampas de tierra prensada. La victoria absoluta se la anotó el P3 pilotado por Mario Tadini, que empleó catorce minutos, cuarenta y dos segundos y setenta y cuatro centésimas en completar el trazado, a cerca de 80 kilómetros por hora de media. Y en la categoría de los coches más cercanos a la serie, venció su compañero en la escuadra italiana, Carlo Pintacuda, con un 3000 de la marca milanesa que le permitió acercarse a los 75 de media.


La festiva ocasión no era puntuable para ningún certamen internacional ni tenía prevista continuidad y no había contado con la presencia de los equipos de Mercedes y Auto Union, concentrados en sus programas en los circuitos y en las pruebas oficiales del campeonato de Montaña, que tenía una de sus citas más importantes apenas un mes más tarde: el Gran Premio de Alemania, celebrado en la subida de Freiburg.

Sin embargo, tres años después, la cada vez más tensa situación política en el centro de Europa significaría un inesperado retorno de las competiciones del motor al espectacular paraje de Grossglockner. En el mes de marzo las tropas alemanas habían entrado en Viena. Era el ‘Anschluss’, la anexión de Austria por Alemania como parte de la estrategia de expansión de Hitler. Y a los cinco meses de que los motores de los blindados alemanes resonaran por las calles de Viena, otros propulsores germanos iban a escucharse en el paso montañoso que ahora formaba parte de las posesiones del III Reich. Política y deporte se daban la mano una vez más al organizarse en Grossglockner el Gran Premio de Alemania de Montaña, como demostración de quien era el dueño ahora de aquel territorio. Y, naturalmente, no iban a faltar a la cita los dos grandes equipos de Auto Union y Mercedes. Sería uno más de los muchos duelos que en esos años enfrentaron a los dos colosos, que además aprovecharon la ocasión para desempolvar sus monoplazas más potentes, los construidos antes de la nueva reglamentación internacional que había limitado recientemente las mecánicas de Gran Premio a los tres litros de cilindrada, en un vano intento de que otras marcas puedan competir con los dos fabricantes germanos. En esta ocasión la victoria acabaría en poder de Auto Union y su especialista en las competiciones de montaña, Hans Stuck. El ‘rey de la montaña’, como era conocido el piloto de la marca de los cuatro aros, se impondría por delante de los dos pilotos enviados por Mercedes, Hermann Lang y Manfred Von Brauchitsch.


Doce meses más tarde, en agosto del 1939, llegamos al momento en que se inicia este relato, cuando las dos poderosas escuadras se vuelven a ver las caras en el mismo escenario. La cada vez menos disimulada beligerancia del régimen nazi ha continuado su curso, y faltan apenas unas semanas para que el inevitable conflicto bélico, que llevaba tiempo anunciándose, acabe estallando definitivamente. Pero, hasta que eso ocurra el mundo aún está en paz, aunque esta sea cada vez más frágil, y todavía queda espacio para la que resultará última confrontación en una prueba de montaña entre los ejemplares más potentes de las fabulosas flechas plateadas. Como buena muestra de la importancia que le daban a la competición, de nuevo acreedora del título de 'Gran Premio de Alemania de Carreras de Montaña', las dos marcas iban a estar presentes otra vez en Grossglockner con las caballerías más poderosas de su establo.


En Mercedes aún escocía la derrota del año anterior y no reparaban en esfuerzos ni en gastos. El siempre exigente y habitualmente irascible director del equipo, Alfred Neubauer, no quería bajo ningún concepto que su colega en la formación rival, el callado y eficiente Doctor Karl Feuereissen, volviera a ganarle la partida. Así que la marca de la estrella echaba el resto y llevaba cuatro coches de dos modelos diferentes. Se trataba, además, de vehículos modificados especialmente para la ocasión, basados en los utilizados en los circuitos de los Grandes Premios pero adaptados a las exigencias de las competiciones de montaña. Dos eran del más moderno W154, con su motor V12 sobrealimentado de 3 litros de cilindrada, según la nueva normativa vigente en los ‘Grand Prix’, y dos de los más veteranos W125, procedentes de la reglamentación anterior, basada en el peso total y que no limitaba la capacidad de sus enormes propulsores con compresor, elevada hasta los 5.66 litros. Los cuatro estaban equipados con frenos delanteros más estrechos y radiadores montados en posición trasera para mejorar la tracción, aspecto fundamental en un recorrido lleno de cerradas horquillas, de las que había que salir acelerando lo antes posible sin perder agarre.


Y si diferentes eran los coches que alineaban los de Stuttgart, no menos dispares resultaban sus pilotos. De un lado Manfred Von Brauchistch, de noble cuna, tan bien parecido como arrogante y colérico. Del otro Hermann Lang, de origen humilde y carácter tranquilo. Brauschistch era el típico ejemplo de la aristocracia militar prusiana, Lang el clásico hombre hecho a sí mismo. El primero llevaba con el equipo desde siempre (suya fue la primera victoria de las flechas plateadas de la estrella, en la carrera del ADAC del 1934). El segundo había entrado en la marca desde abajo, como mecánico, hasta terminar convertido en piloto, y está en plena racha de éxitos (en lo que iba del 1939 había ganado los Grandes Premios de Bélgica, Pau, Suiza y Trípoli). Superar al compañero era tan o más importante para ambos que imponerse a los eternos rivales de Auto Union.


Los de Zwickau, por su parte, acudían con dos unidades de la versión de mayor motor y menos distancia entre ejes de su Tipo C. Con uno de estos monoplazas, de chasis acortado respecto a la versión de circuitos y propulsor de dieciséis cilindros en uve, sobrealimentado y con más de seis litros de cilindrada, se había impuesto el año anterior su número 1 en las competiciones de montaña, Hans Stuck. Tres veces campeón de Europa de la especialidad, el veterano piloto seguía siendo, a sus 38 años de edad, toda una referencia en las subidas aunque, lastrado por un buen número de accidentes, ya no era tan rápido como en sus tiempos jóvenes. Además, su buena relación con la jerarquía nazi, que tanta influencia tenía en el funcionamiento del equipo, se había deteriorado tras salir a la luz los ancestros judíos de su esposa, la popular tenista Paula Von Reznicek. El favor de los políticos empezaba a estar más con su compañero de equipo, Hermann Paul Müller, el nuevo prodigio alemán. Un piloto rápido y temerario, procedente de las competiciones de motos con sidecar, que acababa de conseguir hacía apenas un mes su primera victoria para Auto Union, triunfando en el Gran Premio de Francia celebrado en Reims al volante del Tipo D con motor de 3 litros. El joven Müller, de 29 años y más conocido por sus iniciales de H.P., se enfrentaba con tanto entusiasmo como valor a la imposible labor de suceder en el corazón de los aficionados al extraordinario y trágicamente desaparecido Bernd Rosemeyer.


Pero, por distintos que sean, los cuatro pilotos tienen algo en común, quieren ganar aquella carrera. Impacientes, aguardan en las inmediaciones de la zona de salida mientras los componentes de las dos escuadras se afanan en la preparación de los coches. Un proceso lento y meticuloso, especialmente importante en un escenario como el de Grossglockner. Con la salida a más de mil metros de altitud y la llegada cerca de los dos mil quinientos sobre el nivel del mar, las temperaturas son bajas. Poner los complejos motores a las adecuadas para su perfecto funcionamiento es todo un largo ritual. Hay que hacerlos girar en parado, a pocas revoluciones, con las bujías de precalentamiento, para asegurarse de conseguir los valores ideales antes de montar, en el último momento, las que se usarán en la competición, que son especialmente delicadas y tienen tendencia a engrasarse. También en el último instante se vierte en los depósitos la cantidad de combustible necesaria para completar cada subida, procurando ajustarla al máximo para ahorrar peso. Se trata, además, de mezclas muy especiales, cuyos componentes son guardados en secreto por cada equipo y cuya proporción varía en función de las condiciones atmosféricas.

Todo se cuida al detalle ante la atenta mirada de los dos jefes de equipo, el más pasional Neubauer en el lado de Mercedes, el más frío Feuereissen en el de Auto Unión. Ambos tienen sobre sí otros ojos tan o más inquisidores, los de los militares y los políticos que han acudido a lo que para ellos, sea cual sea el resultado de la contienda, es otra gran demostración del inmenso poder de esa nueva Alemania que quieren convertir en un Reich para mil años y acabarán llevando a la más absoluta devastación. Los marciales uniformes que pronto causarán terror por toda Europa abundan entre el numeroso público, mezclándose en acusado contraste con las ceñidas chaquetas y ajustadas faldas de las elegantes damas, con los sobrios trajes oscuros de los caballeros y con el típico atuendo tirolés de los jóvenes (y no tan jóvenes) que desafían al mal tiempo en pantalones cortos. Porque, lo mismo que había ocurrido en los días de entrenamientos previos, las nubes juegan al escondite con el sol desde el inicio de la jornada. En unas partes de la subida el piso está completamente seco, en otras se encuentra húmedo por las gotas de lluvia que caen de vez en cuando. Las condiciones climatológicas cambiantes serán, que duda cabe, una dificultad adicional que añadir al enorme desafío que presenta el recorrido incluso para pilotos del talento y la experiencia de Stuck, Von Brauchistch, Lang y Müller.


Se trata, además, de un reto muy diferente al de las competiciones en circuito. Un trazado de unos 15 kilómetros en los que tendrán que superar cerca de un centenar de curvas, con catorce cerradas horquillas alternándose con sectores de gran velocidad. Un recorrido que no admite errores. A un lado de la estrecha carretera que serpentea montaña arriba les esperan duras e inclementes paredes de roca. Al otro profundos barrancos, apenas protegidos en algunos puntos por unas delgadas vallas metálicas cuya capacidad para detener la caída de un vehículo de más de setecientos kilos lanzado a toda velocidad es cuando menos dudosa. Cualquier fallo puede acabar en desastre. Y aunque no suponga un accidente, errar significa el desastre que todos ellos temen todavía más: una derrota segura. Porque la montaña no perdona tampoco en el aspecto deportivo. En uno de los largos Grandes Premios en circuitos, aunque nunca sea fácil, se puede recuperar terreno a lo largo de las numerosas vueltas que se dan hasta completar carreras que duran más de tres horas. Pero aquí eso no va a ser posible. Subirán sólo dos veces, cada vez tardarán menos de diez minutos y la suma de tiempos de las dos mangas decidirá el resultado final.


En Mercedes las jornadas de prueba han servido para que sus dos pilotos decidan partir con los modelos de chasis más antiguo pero motor de mayor cilindrada. Los veteranos W125 rinden, en su versión especial para montaña, más de 500 caballos y, sobre todo, los ocho cilindros en línea pierden menos potencia con la altitud que los propulsores V12 de 3 litros que equipan los más modernos W194 y desarrollan medio centenar menos de caballos en el mejor de los casos. Las subidas de entrenamientos también han permitido a Lang y Von Brauchitsh decidirse por descartar el uso de las ruedas dobles en el eje trasero. La teórica ventaja que pueden dar a la hora de mejorar la tracción a la salida de las curvas lentas no compensa el mayor sobreviraje que inducen ni la menor precisión en el pilotaje que se deriva de un eje trasero más ancho, lo que obliga a ceñirse menos a los bordillos interiores de las horquillas para evitar golpearlos con las ruedas adicionales situadas en la parte posterior.


Cuando llega la hora de la verdad, con el inicio de la primera manga de carrera, la tensión en la zona de salida es tan alta como la expectación en el público. La mayoría espera sobre todo en la parte final del recorrido, en las inmediaciones de Fuschertörl, el punto más elevado de la carretera, desde el que se vislumbra buena parte del trazado y, en días despejados, se pueden ver las cimas de casi cuarenta picos alpinos. Quince kilómetros de revirada ruta y casi mil quinientos metros de altitud más abajo está el punto de partida, situado bajo una pasarela de madera adornada por la publicidad de Mercedes Benz.

El año anterior, el mejor tiempo del ganador, Stuck, fue de nueve minutos y treinta y dos segundos, rompiendo con claridad la barrera de los diez minutos de la que se habían quedado muy lejos los Alfa Romeo victoriosos en el estreno del 1935. Pero este año, con los dos equipos alemanes usando sus mejores armas y toda la experiencia acumulada en la edición previa, va a haber que subir todavía mucho más deprisa para luchar por la victoria. Lo comprueba muy a su pesar Von Brauchitsh, que rebaja en más de 20 segundos el crono más rápido de doce meses antes y ve, con desesperación, como su registro de poco más de nueve minutos y diez segundos sólo le sirve para situarse en una muy lejana cuarta posición. Por imposible que le parezca al irascible sobrino de uno de los más prestigiosos generales de la Wehrmacht, sus tres rivales le han sacado más de quince segundos de ventaja. Tanto su compañero en Mercedes, Lang, como los dos pilotos de Auto Unión, Stuck y Müller, han parado las manecillas de los cronómetros antes de que la de los minutos alcanzara la marca del número 9. Y casi más imposible parece aún que, tras casi 15 kilómetros de ascensión por tan intrincado recorrido, menos de un segundo y medio separe los resultados conseguidos por los tres.


La gran sorpresa es que el mejor tiempo no lo ha marcado el gran favorito, el ‘Bërgmeister’ Stuck. El veterano campeón de las competiciones de montaña se tiene que conformar con la tercera posición provisional. Su fantástico 8’55”7, mejora en casi cuarenta segundos su record del año anterior pero es cuatro décimas de segundo peor que el 8’55”3 de un Lang que lo ha dado todo. El de Mercedes está convencido de que no ha cometido error alguno y de que no se puede ir ya más rápido. Tal vez eso sea verdad al volante de un Mercedes, pero con el Auto Unión, el joven Müller, haciendo gala de su innegable arrojo, ha pilotado de un modo que tal parece la encarnación del recordado Rosemeyer para ser el más rápido con 8’54”3, a casi 85 kilómetros por hora de promedio en una carretera en la que, para cualquiera que no sea uno de estos ases del volante, rodar a tal velocidad en los pocos tramos rectos que tiene ya parece una locura.

El primer asalto de la gran batalla ha superado todas las expectativas y pone el listón de la emoción a una altura difícilmente superable. Con tan exigua diferencia entre los tres primeros, la segunda subida va ser absolutamente decisiva. Y entonces, los dioses de la montaña deciden que el desenlace ha de tener dificultad adicional. Las nubes, que poco a poco habían ido ganando espacio al azul en el cielo, a la vez que iban pasando de un brillante blanco a un gris cada vez más oscuro, se adueñan de los altos picos alpinos. El sol desaparece por completo y empieza a llover. Tímidamente en la parte baja del recorrido, cada vez más a medida que se asciende hacia la meta, desde donde baja una intensa niebla que va cubriendo con rapidez todo el trazado. El terreno está muy resbaladizo y la visibilidad es mínima cuando llega el turno de tomar la salida para los últimos participantes, los que se van a jugar la victoria en unas condiciones cercanas a lo imposible. Si controlar los más de 500 caballos de sus monoplazas sobre piso seco ya es tarea al alcance de muy pocos, hacerlo sobre suelo deslizante requiere una destreza sólo superada por el valor necesario para atreverse siquiera a intentarlo.


Y lo peor no es eso. Lo malo no es que haya que tratar el acelerador con una dulzura exquisita para transmitir la enorme potencia al suelo a través de las estrechas gomas, que se empeñan en patinar igualmente en cuanto les llega la más mínima descarga de caballos desde los poderosos motores. Ni que cada vez que se pise el freno se tenga que hacer con la exacta mezcla de fuerza y precisión que impida el bloqueo de los neumáticos. Ni que cada movimiento del enorme volante de madera requiera, al mismo tiempo, decisión y suavidad para mantener el coche apuntando en la dirección correcta mientras se controlan los intentos de su zaga por adelantar su morro. Mucho peor, mucho más difícil que todo eso, es ver donde hacerlo sin fallos mientras la bruma lo envuelve todo, difuminando cualquier referencia que se haya podido tomar en las minuciosas pasadas de reconocimiento que los pilotos han realizado, a pié, en moto y en coche, los días previos.

Apenas si se aprecia nada veinte metros por delante. Llegar arriba se convierte en toda una aventura con la lluvia golpeando en la cara de los pilotos, apenas protegidos por las gafas de aviador y los sutiles gorros de cuero que cubren sus cabezas. Los ojos se esfuerzan por abrirse paso entre la niebla pero sólo consiguen ver el estrecho y húmedo piso que tienen justo por delante. Por mucho que conozcan de memoria el largo trazado es poco menos que imposible saber donde están en cada momento. Ni siquiera son visibles los carteles numerados que identifican las curvas más cerradas. Tienen que adivinar si detrás de esa cortina de agua en suspensión se encuentra la siguiente recta, una curva rápida o una angosta horquilla tras la cual se esconde un interminable precipicio.

Von Brauchistch es el que menos arriesga, tanto o más desmoralizado que enfadado después de la clara derrota de la primera manga. Su Mercedes cruza la meta con un tiempo superior a los doce minutos y medio, más de tres minutos peor que su registro anterior y claramente más alto que el crono logrado por el más rápido de los coches de menor cilindrada, que han subido cuando la visibilidad era algo mejor.


Von Brauschitsh traza una de las horquillas del recorrido con su Mercedes (foto Daimler AG)

Müller está decidido a mantener su sorprendente primera posición, pero pierde el control en una de las empinadas rampas. La estilizada cola de su Auto Unión da un latigazo que no puede controlar y convierte el coche en ingobernable. Al menos tiene la fortuna de que todo queda en unas piruetas que le cuestan algo más de veinte segundos. Poco para lo que pudo ser dado el escenario del incidente, con un barranco amenazando con tragárselo. Demasiado para pensar siquiera en mantener opciones de triunfo. Su tiempo de 11’35”7 va a ser claramente superado.


Müller en acción con el Auto Unión (foto Audi)

Lang se emplea a fondo. Ve la lluvia como una oportunidad. Ha entrenado probablemente más que ninguno de sus rivales y confía en que ese conocimiento extra del recorrido le vaya a ser de utilidad en el momento decisivo. Pero a medida que se va adentrando en la niebla su confianza empieza a quebrarse. De nada le valen los hitos del entorno que había escogido para saber donde frenar y acelerar. Ahora son totalmente invisibles. Se encomienda a la fortuna que le depara la herradura de la suerte que siempre porta su esposa, Lydia, y sigue adelante. Después de largo rato literalmente perdido en la niebla apenas si consigue ver, por fin, la puntiaguda torre situada en lo alto que anuncia la llegada a la meta. Cuando pasa bajo la pancarta de llegada, once minutos, doce segundos y seis décimas después de haber tomado la salida, está absolutamente exhausto por el terrible esfuerzo de concentración que ha tenido que realizar para conseguirlo. Le duelen los ojos, siente la cabeza a punto de estallar y nota un agotamiento extremo. Le cuesta respirar y necesita unos momentos de soledad, en el interior de su Mercedes, antes de ser consciente de que todo ha terminado.


Lang está convencido de que ha subido demasiado despacio pero casi le da igual, al menos ha sobrevivido. Por eso le sorprende enormemente cuando, poco después, se encuentra con Stuck, y su ilustre rival se dirige a él con una sonrisa en el rostro a la vez que tiende la mano para felicitarle. El veterano piloto de Auto Unión ha sufrido tanto o más para alcanzar la cima en 11’15”9. Ha sido tres segundos más lento y se tiene que conformar con la segunda posición. La victoria, por menos de cuatro segundos en el cómputo total de las dos subidas, es para un incrédulo Lang. El exmecánico ha batido al maestro de las carreras de montaña, al nuevo joven prodigio de Auto Unión y a su aristócrata compañero en Mercedes. Suya es la victoria en la última batalla de los más grandes y potentes leviatanes de las dos marcas alemanas más poderosas. Una batalla disputada en un entorno extraordinario, en pleno corazón de los Alpes, que la convierte, muy probablemente, en la prueba de montaña más espectacular y legendaria de todos los tiempos.


Apenas un mes más tarde, el tres de septiembre, las dos escuadras rivales se volverán a enfrentar en el Gran Premio de Belgrado, en Yugoslavia. Disputado según la normativa vigente para ese tipo de competiciones, será el turno para los modelos con motores más pequeños y menos potentes (tres litros y alrededor de 450 caballos) de librar su última contienda, que acabará con victoria para Auto Unión gracias a las mágicas manos del genial Tazio Nuvolari.


Será la penúltima victoria del 'Mantovano volador' y la última carrera protagonizada por las flechas plateadas originales. Dos días antes, las tropas de la Wehrmacht han invadido Polonia y la tensión política acumulada durante los años anteriores ha acabado por estallar definitivamente. Es el inicio de seis años de horrorosa guerra mundial. Es el fin de una época dorada (tal vez sería más apropiado llamarla plateada) de la historia del automovilismo deportivo, en general, y de las pruebas de montaña en particular.